Hace un tiempo tuve la oportunidad de conocer un contingente de personas. No soy muy dispuesto a interactuar demasiado con desconocidos pero dada la condición “obligada” de aquella circunstancia, decidí asumir la situación como un pequeño laboratorio social. La conciencia, como reconocimiento de otra conciencia según las contratapas de los libros que resumen a Hegel, es uno de los presupuestos más interesantes de las ciencias humanas modernas.
La capacidad de construirse a partir de otro, la existencia de la alteridad como modelo de-constructivo, es una bella oportunidad para reafirmar ciertos procesos de singularidad que pueden resultar sumamente hilarantes si se cuenta con los elementos propicios para un extremo ejercicio de celebración de nuestra diversidad. Quiero hacer énfasis en ese aspecto, dado que puede interpretarse de manera equívoca los comentarios consignados en esta columna y no se pretende hacer alusión en tono de sorna a ningún sector social. Solo es un animado festejo celebrando nuestra diversidad.
Tratando de eludir los discursos sobre multiculturalismo y postmodernidad, y sin ningún ánimo de denotar peyorativamente ningún componente social, me remito al título de esta columna para corregir la redacción del mismo y señalar que “las cosas de las cuales nadie habla nunca” son un asunto bastante interesante a la hora de construir un nexo comunicativo con una otredad emergente.
Por ejemplo, un personaje de edad adulta contemporánea tuvo a bien manifestar su opinión (argumentada o no) sobre determinado tópico, enfatizando en términos bastante precarios su sentir sobre su referente. Es precisamente en ese instante donde surge el dilema acerca de la libertad de expresión y la subjetividad postmoderna, donde aparecen discursos sobre las nociones de construcción social y las relaciones entre individuo y estructura social. En pocas palabras, no entiendo porqué a algunos seres humanos nos resulta tan doloroso saber que nuestra opinión (o nuestra existencia misma) es muy probable que le importe absolutamente nada a un gran porcentaje de la raza humana.
Esta reflexión básica y fundamentada en episodios dispersos que reflejan la miseria de la condición humana, es solo un desgarrador llamado implorando que los seres que convivimos (querámoslo o no) no desarrollemos un hostigante discurso piadoso sobre el respeto y la tolerancia, sino que simplifiquemos tanto proceso incómodo sobre aguantarnos las imbecilidades de otro y sigamos confortables principios conductuales tipo: “al que está quieto se le deja quieto” o “no meterme con nadie para que nadie se meta conmigo”.
Desafortunadamente, en nombre de la libertad pueden invocarse todo tipo de comportamientos, y en cierto modo es coherente con la definición de humanidad, pero el hecho de sentirse libre de humillarse o hacer el ridículo (de manera gratuita) empieza a relacionarse con la definición de libertad y de subjetividad. En conclusión, todos somos libres de hacer lo que se nos venga en gana, pero nuestra limitación es el otro. Mientras no se interponga en la viabilidad del otro, la subjetividad es un proceso de neta libertad individual.